Leer la primera parte acá.
En el pueblito que nos detenemos para desayunar, todo luce bonito y tranquilo. Si no hiciera frío sería perfecto, pero eso es algo que un chocolate caliente y unos pericos recién hechos pueden arreglar. Aprovecho que algunos aún no terminan para dar una breve vuelta, y entonces empiezo a darme cuenta de la ruralidad a la que vamos ingresando cuando veo esta carreta jalada por un equino atravesando la plaza central del pueblo. Soy tan citadino que le tomo foto y me quedo contento.
Mientras más avanzamos en la ruta los pueblos se van haciendo más y más distantes entre si. Pero no es una zona deshabitada. Los campos y montes a los lados de la carretera estan todos cubiertos de sembríos y cada tanto pasamos una casa solitaria entre las colinas o una iglesita perdida entre vacas y caballos. Vamos ascendiendo la cordillera poco a poco y cada vez hay más y más curvas. Cierro los ojos y trato de volver a dormir.
Cuando mi guía me despierta estamos bordeando una montaña, debemos andar por los 3000 metros de altitud, hace mucho frío y la niebla ocupa practicamente todo el camino. El conductor ha bajado la velocidad y todos lucen un poco asustados. Alguien pregunta por que hay tantas efigies de santos y cristos al lado de la carretera y el chofer dice que es por quienes han muerto ahí en accidentes de tránsito. Nadie comenta nada. Yo recuerdo que en mi tierra he viajado con choferes borrachos por carreteras en mal estado a 4500 metros de altura y sigo durmiendo.
Finalmente llegamos un pueblito enclavado entre las montañas cuyo nombre no guardo en el recuerdo. La ruta del auto concluía allí y luego del último y pesado tramo en camino afirmado podía entenderlo. Pero el viaje aún no había terminado. Dejamos las cosas y tomamos unas motos hasta las afueras del pueblo. Ahí encontramos unos arrieros con sus mulas, nos montamos y empezamos a ir a paso lento por el camino de herradura. Miré a Lu, mi guía, como preguntándole a dónde íbamos, pero ella decidió ignorar mi mudo requerimiento y me adelantó rápidamente con su yegua. Yo decidí no insistir, igual la perspectiva de la aventura me podía más que la curiosidad de saber el destino.
Tras una hora de cabalgata era obvio que no se trataba de un paseo, más bien parecía una prueba de deporte extremo. Los estribos se me salían contínuamente y las riendas ya habían irritado mis manos, así que decidí confiar en la bestia y dejar que ella caminara sola. Mongolo, que así se llamaba el mulo, no perdía de vista a la mula de Lu, así que no había problema por ese lado. El problema estaba en hacia dónde íbamos, o más bien en no saberlo. ¿Alguna cascada secreta en las montañas? ¿unas ruinas perdidas en alguna cumbre? Mis pensamientos fueron interrumpidos por un repentino descenso de Mongolo en un trecho particularmente agreste e inclinado. Adelante Lu me tomaba una foto y se reía. Supongo que mi gesto de susto era digno de ser recordado.
El cumpleaños de la abuela. Si, no estoy bromeando. Lu, todavía mi guía aunque no por mucho tiempo más, me había hecho levantar a altas horas de la madrugada, viajar horas por caminos con demasiadas curvas y cabalgar durante más horas por ignotos senderos de montaña, para que la acompañe al cumpleaños de su abuela, una anciana campesina reacia a abandonar sus queridas pero remotas tierras… ¡Mierda! Sin embargo la viejita era un amor, y la comida parecía no acabarse nunca en sus enormes peroles. El resto de la familia presente ya estaba bebiendo un aguardiente de cuidado, y no pude evitar sentir algo extraño al brindar por la salud de la abuelita y descubrir a Lu mirándome de una forma también extraña.
El retorno fue por un atajo, a pie, bajando una quebrada agreste, llena de vegetación y casi sin trocha visible. Después de un rato pasamos el curso de agua al fondo de la quebrada y empezamos el ascenso. Tras una hora de caminata por fin encontramos un camino mas o menos plano, algo que mis piernas agradecieron. Caminaba despreocupadamente cuando al voltear un recodo me topé con Lu parada y el machete alzado. Ya fui, pensé. ¿qué hice mal para merecer morir así? en un segundo recordé la noche anterior y bueno, quizás rompí algunas reglas. Iba a preguntar por qué pero Lu puso su otra mano en mi boca e hizo un breve gesto de silencio. Entonces se convirtió en una ninja. Pegó un salto hacia un arbusto cercano y lo golpeó con el machete desgajando una rama oscura y llevándola al suelo, donde la golpeó dos veces con el machete, todo en una sola fracción de segundo. «La maldita» murmuró, los ojos ardiendo en una inusual furia.
Tras una merecida noche de descanso salimos temprano para Medellín, pero solo para llegar y coger otro carro rumbo a al norte. El plan era completamente diferente, nada de aventuras. Una amiga me había invitado a una actividad de DDHH en una localidad llamado Pueblo Bello. Llegar tomó largas horas en varias movilidades diferentes, pero lo hicimos a tiempo. Se celebraba el Día Internacional de la Desaparición Forzada y el pueblo lo recordó con un largo y emotivo acto en memoria de aquel día de 1990 cuando llegaron los paramilitares, reunieron a 43 lugareños y los ejecutaron en venganza por un supuesto apoyo del pueblo a la guerrilla. Luego de una romería al cementerio, vecinos y activistas invitados reflexionaron en voz alta frente a un muro donde están los retratos de los 43 desaparecidos.
43 desaparecidos es mucho para un pueblo pequeño, de una u otra manera todos los que habitan en Pueblo Bello tienen un familiar, vecino o amigo que desapareció esa aciaga noche. Y sin embargo la gente estaba desunida, con miedo a hablar de sus muertos. Pero una iniciativa hizo que poco a poco se reconstruyera la comunidad y se apoyaran entre ellos, para recordar a sus seres queridos, para olvidar el miedo, para tejer la vida en común en la forma de una simple colcha de memoria. Pasamos largo rato en el Centro social de Pueblo Bello, leyendo los testimonios registrados en los diferentes retazos de la colcha hecha por los familiares de los desaparecidos. Salimos de ahí con las emociones a flor de piel, no solo por lo leido, si no por la actitud de la gente hacia el pasado y su futuro. En el bus de regreso Lu estaba en silencio, antes de cerrar los ojos para dormir un rato me dijo «Gracias, esto le ha traido paz a mi corazón».
La experiencia rural no solo dejó una huella en mi sino que me permitió comprender un poco a esa ciudad que me había desilusionado a pesar de todos sus atractivos, y sin embargo creo que hay cosas incompatibles conmigo, como la destrucción del patrimonio histórico, el racismo soterrado, el regionalismo mal entendido, el culto al dinero fácil. Cuando intenté explicárselo a Lu se molestó conmigo y se fue diciéndome que viera yo que hacer ese día. De que era una guía temperamental no cabía duda. Así que agarré un mapa, googleé un poco y salí a recorrer la ciudad por mi cuenta. Cuando caminaba por un puente peatonal para tomar el metro vi el río de la ciudad, y casi a mi pesar no pude si no reafirmarme en mi parecer. Ok, puedes llamarme terrorista ambientalista si gustas, pero sentí lástima por el río.
Pensé que ya había visto bastante de Botero en la ciudad, pero no, había más. Sin embargo un par de sus obras tienen una historia peculiar. Una noche de junio de 1995 una bomba puesta debajo de una escultura de Botero la destruyó, matando de paso a 22 personas. Posteriormente, al momento de remodelar el parque, Botero pidió que se dejará la obra destruida como «monumento a la imbecilidad» y además donó otra similar a la destruida. Yo confieso que tomé las fotos y me fuí rápido de ahí, sentí unas malas vibras que me incomodaron.
Medellín se asume blanca, a veces negra cuando se siente rebelde o algún deportista o músico gana lauros para la ciudad. Pero nunca marrón. Nunca del color del barro primigenio del que fueron hechos mis ancestros. Y ellos se rebelan en mi sangre cuando los veo abajo, en el piso, estirando la mano ante los peatones indiferentes. Los hermanos emberá suelen ser víctimas de la trata de personas y de las mafias que dominan las calles de Medellín. Los traen de sus lejanos poblados para dedicarlos a la mendicidad. Ellos, o mejor dicho, ellas, son sumisas y calladas. Sus hijos crecen en aceras, pistas y parques abandonados. Que Dachizeze los proteja.
Los cementerios no suelen ser sitios que se visiten a menudo sin los obvios motivos, pero por alguna razón casi nunca he dejado de visitar los cementerios de las ciudades a las que he viajado. En algunos he encontrado verdaderas obras de arte, en otros personajes conocidos, en otros incluso olvidados antepasados de mi propia genealogía. En todos los casos no he dejado de tomar fotos. En este en particular me gustó la belleza de su diseño, pero por sobre todo la colorida costumbre de mantener el recuerdo de aquellos que se fueron para no volver.
Caminar por horas da hambre, y es entonces cuando llego a apreciar las especialidades de cada ciudad en cuanto a comida callejera. Dado que no me gustan las arepas mis posibilidades gastronómicas en Medellín son mucho más reducidas que en otros sitios, pero felizmente existen las empanaditas. Y vaya que me gustan, en realidad creo que se transforman en un vicio cada que estoy acá. Por suerte no está Lu para que empieze a hablar de grasas saturadas, triglicéridos y demás temas molestos. Señora! deme una docena para llevar!
Entro esperando conocer algo sobre las especies locales de plantas y me encuentro con un sitio relajado y espléndido para mi total disfrute. Árboles, plantas, flores, las engreidas de la casa: orquídeas, y sobre todo, silencio. Quiero quedarme más tiempo pero el ansia por visitar otros sitios me gana. Mientras estoy decidiendo si me quedo o me voy una ardilla baja de un árbol cercano y me mira expectante, no tengo nada que darle pero ella se acerca un poco más. Cuando ya me estoy sintiendo culpable por no alimentarla ella recoje algo escondido entre la hierba y se va veloz. La miro irse y me acuerdo de Lu.
Una amiga me dijo alguna vez que soy un ladrón de momentos de otras personas. La recuerdo ahora cuando veo a esta muchachita pendiente de las instrucciones del fotógrafo, perdida en su fantasía. Su familia le grita instrucciones y le hace gestos mientras el fotógrafo trata de sacar su mejor toma, o al menos cumplir apropiadamente el encargo. Yo disparo casi sin detenerme y sigo mi camino. Ya afuera, como buen ladrón, reviso el botín. Me fue bien esta vez, nada de ojos cerrados, ni alguien atravesándose. Un alma más para mi bolsa.
Todavía era de madrugada cuando el sonido del WhatsApp me despertó. A tientas busqué el celular y miré quien era. Me desperté completamente. «Aún duermes?» La misma frase repetida varias veces. «Si», respondí, «Que pasa». La respuesta no demoró en aparecer «¿Quieres ir a la Feria de las Flores? es hoy y tengo dos entradas». Yo había oido acerca de esa Feria pero realmente no sabía bien qué era. «Bueno» murmuré, «¿a qué hora es?». Pocos segundos después llegó la respuesta: «Temprano, va mucha gente». «Ok, deja que desayune entonces y te llamo». Casi me había dormido de nuevo cuando sonó el WhatsApp otra vez: «Acabo de comprar el desayuno y estoy pasando por el lobby rumbo a tu habitación». Apenas pude cepillarme los dientes y pasarme un peine cuando ya sonaba el timbre. Abrí. Lu entró con una botella de vino en la mano. Casi llegamos tarde a la Feria.
La Feria de las Flores es el espíritu Paisa en su máxima demostración. La celebración de las raíces rurales y campesinas de la ciudad y su gente por aquellos que normalmente no mirarían dos veces a un campesino si se cruzan con el por la calle. Según Lu antes era peor, con la cultura narco dominando todo con sus 4×4, sus chicas siliconeadas y un derroche de dinero y poder. Pero bueno, contradicciones hay en todas partes. Si bien la Feria consta de varios eventos nosotros íbamos al Desfile de Silleteros. Aquí la desigualdad se hace patente en la distribución de los espectadores, los pudientes en las graderías, con comida, bebida y animadores; el pueblo aparte, detrás del enrejado, empujándose para poder ver algo del espectáculo. Pero cuando inicia el desfile la emoción de ver a los silleteros y silleteras llevando a la espalda los bellos arreglos florales adosados a sillas de madera que pueden llegar a los 80 kilos de peso allana las diferencias sociales y los aplausos y gritos son uno solo. Yo, sumido en mi propia contradicción con esta ciudad también aplaudía.
La gente alrededor de nosotros en las graderías, mayormente parejas y familias, no es tan expansiva como temí y todo está tranquilo. Más allá un par de gringos son la sensación para un grupo de chicas que fueron solas y un poco más lejos un grupo grande de jóvenes estan decididos a acabarse todas las cervezas disponibles. Al frente, donde la gente está apretujada, un espontáneo particularmente extrovertido y gracioso, baila, canta y llama la atención del animador de nuestro lado, quien le hace un reto de baile, el espontáneo lo hace bien y el animador le da un premio. Algunos del lado donde estoy deciden ponerse dadivosos y también le mandan trago y comida. El espontáneo y su grupo reciben todo con alegría. Yo me siento en el coliseo romano, siendo testigo de la magnanimidad de los patricios hacia la plebe. Entonces aparece desfilando una cuadrilla de porros y cumbias y los ritmos caribeños me desconectan de la realidad.
Dos pasitos para un lado y dos para el otro. ¿Que estuviste en no se donde y no quisiste hacer parranda? eso no va conmigo. Una cerveza, música, y claro, una pareja dispuesta. No soy un gran bailarín, pero no tengo miedo al ridículo, a veces. A veces hacer el tonto te gana puntos ante los ojos de quien pretendes. Y el vallenato con sus letras pícaras -y también románticas- se presta para el galanteo. Dos pasitos para adelante y dos pasitos para atras. La tienes por la cintura y le murmuras algo al oido. «Negra por qué me olvidaste si yo no te olvido». Bueno, a veces falla. Pero insiste, insiste siempre. Dos pasitos para un lado, dos para el otro y una vueltecita. La tienes en tus brazos y te mira sonriendo. El mundo es tuyo y no lo vas a soltar. «Rafa no te enamores más de mujeres extranjeras, ellas enloquecen a los hombres con su mirar».
Lu no quiere que les hable de Pablo Escobar. Pero todos ustedes saben quien es. Escribir sobre Medellín y no mencionarlo sería como hablar de la Alemania del siglo XX sin mencionar a Hitler, hablar de fútbol argentino sin mencionar a Maradona y la mano de dios, hay momentos y personas que gusten o no, son parte inseparable de la historia. Escobar, a su terrible manera, compendia y redefine a Medellín. «No,» dice Lu, «no somos así, ese señor le hizo mucho daño a esta ciudad.» Es cierto, pero también puso, aunque de mala manera, a la ciudad en el mapa del mundo, y la admirada ciudad que ahora vemos se debe al esfuerzo por distanciarse de la ciudad del crimen y del narco. «Mucha narco novela has estado viendo» rezonga Lu, mientras de mala gana me lleva a la tumba de Pablo. Increiblemente para alguien que no sea local, el lugar es muy visitado, casi un punto de peregrinación. La gente llega, le deja flores, le reza, le pide cosas. Dicen que cumple, que te da lo que le pides, que no te falla. Yo tomo fotos. Quiero tomarle una a Lu allí pero se rehusa, ella no quiere saber nada de su tío.
Todo viaje termina, toda aventura finalmente se encuentra con la realidad. Confieso que no quiero irme. Prometo que volveré. Han sido unos días maravillosos. Sin lágrimas por favor.
Ahora es momento de que mi amiga Thalia (@Thalloula) les lleve a su amada Beirut. ¡Buena suerte!
¿Qué? ¿Que quieren saber de Lu? bien chismosos son uds ¿no? jajaja
¡Lu! ¡apura! ¡el avión nos deja!
Gracias por su desinteresado apoyo con las traducciones de los textos al inglés a: Elisa López, Louella Mahabir y Erin Gallagher.