El pasado mes de agosto tuve nuevamente a mi cargo por una semana la cuenta Instagram de Global Voices. La primera vez, el 2015, postee sobre Lima, la segunda, en abril de este año, sobre Pucallpa, aprovechando un viaje que había hecho semanas antes a dicha ciudad. Esta vez la idea era hacer la semana con fotos de un reciente viaje a Medellín. Sin embargo terminé echando mano a fotos de previos viajes a dicha ciudad entre el 2010 y el 2015 y casi nada del de este año.
En fin, acá recopilo las fotos posteadas, creo que en dos partes porque fueron bastantes. Incluyo los textos originales en castellano para cada foto, que algunos salieron larguitos y mejor que no se me aburran con tanto inglés.
Sales del avión, caminas por la manga y luego por varios pasillos hasta la cola de inmigración, la mirada atenta a tus documentos y con la ansiedad normal del caso para salir rápido de los trámites y del aeropuerto y poder conocer esa ciudad de la que tanto te han hablado. Con la seguridad de tener todo en orden, respiras hondo y te relajas un poco, levantas la vista del pasaporte y miras a tu alrededor. Entonces la ves, imposible no verla. Ella es rubia, está en ropa interior y te mira a los ojos. Además ocupa casi toda una pared. Es una gigantografía. Un aviso comercial. Un mensaje subliminal. Una contradicción puesta en escena por una ciudad que lucha contra el feminicidio, la violencia de género y el turismo sexual, pero que también es sede de la principal empresa de exportación de ropa interior del país, de una pujante industria de cirugía cosmética que apunta a ser líder a nivel mundial, y de una narco cultura que ve a la mujer como un trofeo más a exhibir. Piensas todo eso mientras la funcionaria de inmigración te llama, recibe los documentos y sin muchas preguntas estampa el sello de visado en el pasaporte. «Bienvenido a Medellín» te dice. Agradeces y te retiras mientras un grupo de gringos ya mayores observa la gigantografía y conversan entre ellos con grandes sonrisas. Tu intentas pasar desapercibido entre tantos rostros expectantes y perderte entre la multitud.
¿Eres salsero? entonces debes haber escuchado, y bailado al ritmo de «La Noche» del genial, y lastimosamente ya fallecido, Joe Arroyo. No hay pistas sobre si la noche a la que el Joe le cantaba era la de Medellín o la de otra ciudad colombiana, aunque el disco LP «Fuego en la mente» de 1988, donde figura dicha canción, fue grabado en varias sesiones nocturnas en los estudios de Discos Fuentes en Medellín. Así que ¿quién sabe? En todo caso, acá estoy, mirando la noche pasar desde una habitación en un hotel. Como todo centro citadino este rincón de la ciudad casi no descansa y mantiene su propio ritmo, a veces pesado, a veces hipnótico, pero siempre ajetreado, veloz como el metro que pasa cada tanto.
Sales del hotel y respiras la mañana fresca y soleada. Te han dicho que este lugar es el centro del centro de la ciudad, pero te cuesta apreciarlo, al menos desde donde estás. La linea del metro rompe la perspectiva y no puedes apreciar al completo el edificio que contemplabas anoche. Pero no te dejas arredrar por esos detalles e inicias tu recorrido por la zona. Te enteras que el edificio se llama Palacio de la Cultura y tiene una interesante historia. Tomas fotos. Caminas. No estas satisfecho con el resultado, sigues caminando. Subes a la estación del metro y disparas desde allí. Una vez. Dos veces. N veces. No revisas las tomas, confías en que siquiera una de ellas capture el contraste del paisaje urbano y cuente la historia de esta ciudad que no deja de transformarse.
Nadie te dijo que no podías subir a la azotea del Palacio y allí estás pensando que en cualquier momento alguien se acercará y te dirá que bajes. Mientras tanto miras y tomas fotos. Observas el detalle de los elementos decorativos y te imaginas estar en otro lugar y tiempo, en medio de una aventura gótica. Te acercas al borde y ahí es cuando el hechizo se rompe. Los gigantes de concreto asoman y te miran ominosos.
Poco antes de bajar, vas a la esquina más alejada, pones un poco de zoom y casi sin mirar disparas. Esa noche revisando las fotos verás a la pareja que no viste en ese momento. Gorditos, capturados en el trance del baile, con una sensualidad disimulada. Boteros, sin duda. Pero ¿qué bailan? Googlearás. Tango. ¿En Medellín? En Medellín su merced. La ciudad que vio morir a Gardel en su aeropuerto y desde entonces se apropió del tango y también de Gardel, manteniendo viva hasta el presente la llama de su memoria y tradiciones. No eres fan del tango, pero sonreirás, y mentalmente irás trazando un nuevo recorrido a hacer por esta ciudad.
La reconoces desde lejos, rodeada de gente que se le acerca y se toma foto con ella. Mientras esperas que no haya nadie para tomar la foto como deseas, la observas. Algunos la tocan, otros la besan. Ella no se corre, tampoco sonríe. Permanece accesible a todos pero no se va con ninguno. Tiene un espejo en la mano pero nunca se mira en el. Maneja bien su celebridad.
El también, como las estatuas, descansa en el parque. Pero nadie se acerca a observarle o a tomarle fotos. Es más, nadie mira hacia el punto en el que se encuentra. No existe. Es invisible. Y sin embargo es su presencia la que justifica la existencia del parque. Es la exposición temporal diseñada especialmente para mostrar que pasa cuando las apariencias dejan de importar y aflora lo básico, cuando el sistema es el que gana y no hay opciones para tomar. Es la obra a la que todos los reflectores deberían estar apuntando, pero ya sabes, es invisible, y nadie mira.
Mientras caminan la guía te dice que tengas cuidado, que es un barrio de mala fama. Varios años después no podrás aún superar el temor al ir por ahí. Pero el sitio tiene su encanto. No es la iglesita de pueblo perdida entre negocios variopintos y peatones de dudosa intención, a la vez que asediada por construcciones más modernas. No son las columnas de la plazuela que parecen mucho más antiguas de lo que realmente son y donde se recuestan seres de equívoco género a esperar la clientela. Son las sórdidas historias que adivinas entre las historias de pueblo chico y pacato que te cuenta la guía las que te atraen. Es la condición humana.
No es un parque, es una galería, una oficina, un mercado. Casi a cualquier hora luce abarrotado y caótico. O quizás es que mis ojos no consiguen captar el orden que reina en este lugar. Allí está la señora que habla a los gritos con alguien por el celular alquilado por minutos a la chica que los ofrece mientras esta habla por dos celulares a la vez. También estan las que ofrecen un tintico a los que pasan por su lado, conversando con otra que hace un poco de vida social antes de ponerse a buscar clientes para la mercancía que es ella misma. Por allá el sombrerero trata de lograr una venta con dos peatones que no lucen muy interesados. Y por bancas, escaleras y muros, gente sentada o parada, mirando, hablando, observando. ¿Clientes o vendedores? Sólo tienes que acercarte y esperar. Los «a la orden» u otros ofrecimientos llegarán sin demora. Pero cuidado, que el negocio puedes ser tu.
«Muchos años después, frente al teclado de la laptop, el escritor Anónimo Sinnombre había de recordar aquella tarde remota en que su guía lo llevó a conocer los porros». Bueno, no exactamente lo llevó, que lo que pasó fue que se encontraron la papayera por ahí, recorriendo las duras calles como muchos músicos se ven obligados a hacer, y tampoco conocer, que el pretendido escritor será especialista en otros ritmos, pero en su lejana tierra algo había podido oir de cumbias, porros y vallenatos. Mejor ni entremos en los detalles de que no fue una tarde si no una mañana y que la laptop era una vieja computadora de escritorio casi reliquia. Ay Gabo, tranquilo, no te sacudas en tu tumba.
Cuando la mayoría de las calles son grises y anodinas encontrar una que no lo sea es un regalo para los ojos, más aún si conserva su fisonomía tradicional. Así que al encontrarla te lanzas a ella, la recorres y tomas fotos a todo lo que puedes, sin importar que te miren raro, o peor aún, que vean tu cámara o tu celular con codicia. Pronto percibes que te has adentrado mucho en una zona bella pero peligrosa, y no sabes como salir. Entonces te das cuenta que eso es una metáfora en tiempo real de tu vida amorosa y descubres qué hacer. Tantas experiencias no pudieron ser en vano.
Seguramente a usted le han hecho alguna vez un retrato al carboncillo. A mi no. Desconfío de los resultados. Mi nariz aguileña puede ser dibujada con exageración, o peor aún, puede resultar perfilada, borrando algo muy característico de mi. O sea, qué le digo, ni siquiera me tomo selfies, así que imagine. Así que ver tantos retratos a la venta me sorprendió. No veo la razón por la que alguien quisiera llevar el retrato al carboncillo de una celebridad a casa, o de una desconocida. Pero parece que el mercado acepta todo, y si hay oferta hay demanda ¿o era al revés? ¡Que viva el capitalismo!
Una lluvia torrencial nos obliga a guarecernos en el primer lugar que encontramos, por suerte es un café y hay de todo como para pasar el rato charlando y engordando. Cuando la lluvia se va, tan de improviso como llegó, salimos de nuevo. Pero la ciudad es otra, un friecito agradable se quedó en el ambiente y el polvo desapareció aclarando la visión de los edificios lejanos, además las calles mojadas le añaden un toque especial, casi romántico. Mi guía se percata de mi satisfacción y me cuenta que así son los pueblos cercanos a la ciudad, en las montañas, lejos del valle. Ya por la noche, al calor de unas cervezas y acariciados por los vallenatos, me propone irnos de viaje a la montaña, temprano al día siguiente. Imposible decirle que no.
Había oido sobre la pujanza paisa, lo trabajadora que es la gente de acá. También de cuan mal te ven si no eres así. Nunca me había percatado realmente lo que esto puede significar en la práctica. Son las 5.15 am y voy medio dormido en un taxi rumbo a la estación, pero el centro de la ciudad está lleno de gente camino a sus trabajos, o estudios, quien sabe. Para mi esto es irreal, inconcebible, inhumano. Nadie lo hace donde yo vivo. El centro de mi ciudad recién empieza a despertar a las 8, con la llegada de los oficinistas, y la gran mayoría de los negocios no empieza a atender si no hasta las 9 o 10 am. Quizás vives en una burbuja, comenta mi guía. Puede ser. Lo que pasa es que eres un caviar, concluye. La miro y me felicito mentalmente por ser tal cosa mientras cierro los ojos y me dispongo a dormir el resto del camino.
Continúa acá.
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